Reflexión

Lloremos como niñas

Ayer, durante el sorteo de lotería de Navidad, dos niñas preadolescentes cantaron el gordo entre lágrimas y nerviosismo. Esa imagen le sirve a la escritora Carmen Pacheco como punto de partida para una reflexión: para nosotras llorar nunca fue una muestra de debilidad o sensiblería. Lloramos cuando la emoción nos quiebra y nos desborda porque estamos compartiendo algo grande, como les ocurrió a Yanisse y a Paula
Lloremos como niñas

No me considero una persona rencorosa, pero confieso que a veces las afrentas más insospechadas son las que no consigo perdonar. Por ejemplo, en septiembre de 2018, John Kerry, ex secretario de Estado del gobierno de EEUU, mientras era entrevistado en un late night, arremetió jocosamente contra Donald Trump diciendo que tenía la inseguridad de una chica adolescente. Más de tres años después, en el contexto de la complicada vida de estos señores, es posible que ninguno de los dos piense mucho aquella declaración, pero yo sí. Yo me enfado cada vez que me acuerdo.

¿Por qué John Kerry dijo “teenage girl” en lugar de “teenage boy”? La respuesta es obvia. Para muchas personas de su generación, las adolescentes como seres individuales con nombre y apellidos quizá podíamos inspirar respeto, pero como colectivo, con nuestras voces agudas, nuestras vergüenzas, nuestro llanto fácil, nuestras fantasías románticas y nuestros gritos de “fans histéricas” éramos poco más que un cliché, el epítome de la sensiblería, un estereotipo tan risible que incluso puede usarse como insulto.

Ayer, en el sorteo de lotería de Navidad, dos niñas preadolescentes cantaron el gordo entre lágrimas y nerviosismo. Los micrófonos captaron cómo Yanisse Alexandra Soto y Paula Figuereo se decían entre susurros “qué miedo, eh, Paula”, “estoy temblando”, “yo también”, “me voy a poner a llorar, eh”, “¡no llores!”, “te quiero un montón”, “yo también”.

No hay mucha noticia en que dos niñas se comporten así, pero sí en que lo hagan en directo ante todo el país y nos pille blandos y desgastados, atrapados en este bucle temporal de mal gusto al que llamamos pandemia y a las puertas de unas navidades que por segundo año consecutivo se presentan complicadas. Quizá por eso el vídeo se hizo viral y arrancó lágrimas de todos los géneros y edades. Sobre todo, nos hizo un nudo en la garganta a las que reconocemos y recordamos esos estallidos de afecto puro entre amigas.

A mí estas dos niñas de San Idelfonso me transportaron a 2018. Pero no a aquel intercambio de insultos entre políticos —porque en 2021, eso es algo que vemos a diario y en las formas más sonrojantes que se puedan concebir—, sino a aquel 8 de marzo en que por primera vez llenamos las calles y demostramos que eso de ‘sororidad’ no era una ñoñería ni un chiste, que podía parar un país y que era tan cierto y tangible como nosotras lo sentíamos. En esos días leía tuits y recibía mensajes de amigas muy parecidos: “¿Has visto los vídeos, tía? He llorado”. Para nosotras llorar nunca fue una muestra de debilidad o sensiblería. Lloramos como esas dos niñas, cuando la emoción nos quiebra y nos desborda porque estamos compartiendo algo grande.

No importa en realidad si el gesto de esas dos niñas te conmueve o no. Lo que importa es que construyamos un mundo en el que las chicas y los chicos, las señoras y los señores y, por qué no, incluso los políticos, tengan la libertad de expresar afecto sin miedo a que nadie se ría o lo cuestione. Porque ahora más que nunca, esas muestras de cariño hacen falta y hacen bien.

Creo que deberíamos tomar a las adolescentes, no como ejemplo de inseguridad, sino de pureza y valentía, y atrevernos a decirles a nuestros amigos y amigas que los queremos. Yo dedico este texto a las mías. A las que mandaré el enlace en cuanto se publique y a esas otras a las que perdí la pista, que ojalá me lean allí donde estén. Ya ni me acuerdo de los nombres de aquellos chicos sobre los que se supone que tanto hablábamos, pero los vuestros no los voy a olvidar jamás. Os quiero un montón.

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